El personalismo de Pablo Iglesias, una amenaza para Podemos

Detrás de la cortina

El personalismo de Pablo Iglesias, una amenaza para Podemos

La personalidad del líder ‘podemita’, que hizo posible el frenético ascenso inicial del partido, se convierte en un freno para su consolidación. Fue complicado para muchos. El carácter asambleario que había adquirido desde el principio el fabuloso movimiento denominado 15M, transversal y superador de las viejas ideologías, según contaban los expertos, combinaba muy mal con aquella papeleta de ese nuevo partido revelación en la que aparecía dibujada la cara del líder. Aún así, hubo quien la introdujo en la urna con muchos problemas, porque si algo han sobrado siempre en el mundo han sido los ‘caudillos’, los superhombres, los lideres leninistas o fascistas, las superfiguras que se ponen al frente de las supuestas revoluciones de las masas.
 
Ellos admitieron que aquello era una peculiaridad poco deseable y aseguraron que no les gustaba demasiado. Se habían visto obligados a imprimir en los papeles la cara de Pablo Iglesias, porque era un rostro conocido gracias a las tertulias de la ‘tele’ y la única baza mediática con la que contaban para que sus votantes potenciales les identificaran.
 
Los impulsores de Podemos, aquel instrumento para el cambio que surgió de la imposibilidad de que sus ambiciones de transparencia, regeneración y democratización de la vida pública encontraran una vía de desarrollo en los partidos tradicionales habían echado a andar, probablemente sin desearlo, condicionados por el impacto de los medios de comunicación y por la necesidad de inventarlo todo a cada paso y crecer en el ojo del huracán, mientras desde dentro del sistema se les percibía como una amenaza a la que era necesario derribar.
 
Les atacaron con todo, y hasta les crearon un partido alternativo de derecha liberal, los Ciudadanos de Albert Rivera, que ‘robaba’ parte de su discurso y lo ponía al servicio de los intereses económicos y políticos de los sectores más tradicionales del país. Y al final, el combate parecía librarse a base de gestos vacíos, de mecanismos de identificación relacionados con la estética y la forma de vestir, corbatas contra coletas, ya saben. Y los programas electorales eran como catálogos de una tienda ‘on line’, sin profundidad política, ni ideológica, aparente.
 
Un mal camino por el que se despeñaron y, tras dos citas consecutivas, con las urnas, fallidas, y un gran batacazo en Cataluña del que, en mi opinión, aún no han sabido sacar las conclusiones correctas, los ‘podemitas’ se levantaron un día para descubrir que los asuntos estos del ‘culto a la personalidad’ al final siempre terminan como empezaron y que las caras en las papeletas, también las carga el diablo.
 
Ahora Pablo Iglesias parece que ha descubierto de pronto que su gran amigo Iñigo Errejón, el auténtico cerebro de la banda, tiene unas cuantas ideas propias y no está del todo dispuesto a jalearle como hace unos años. El intelectual de las gafitas con cara de niño se ha convertido en una especie de ‘Pepito Grillo’ que no está dispuesto a jalear una y otra vez al líder ni a reír todas sus gracias, ni a dejar de criticar sus ‘gansadas’. Un par de debates parlamentarios parecen haber bastado para que un nutrido grupo de ‘podemitas’ haya recordado que, teóricamente, en los principios fundacionales del partido se incluía la inteligencia colectiva como fórmula para avanzar en el diseño de las políticas y las estrategias. Que Podemos no había nacido para ser como el PP o el PSOE, ni para que sus inscritos o simpatizantes tuvieran que rendir pleitesía incondicional a un lider. En esencia, el partido morado aportaba eso. Una opción política en la que no cabían ni los fideles, ni los chaves, ni los felipes, ni los rajoys. Y eso fue lo que multiplicó sus atractivos en el inicio. Y lo que fueron perdiendo en la batalla a la par que se dejaban votos en el camino.
 
Dicen los partidarios de Iglesias, ayudados por los ‘anticapitalistas, que la pugna que mantienen con los ‘errejonistas’ no es fratricida, pero destituyen a sus rivales con nocturnidad y alevosía y organizan escarnios públicos en twitter. Y, mientras el gran Pablo calla, sus lugartenientes, como Irene Montero o Juan Carlos Monedero, nos recuerdan que la discrepancia es un desafío que ‘debilita’ al jefe. Y que el jefe no puede poner en práctica una política distinta a aquella en la que cree. Curioso. Se presume de debate, de pluralidad y de riqueza obtenida por la confrontación de ideas, pero se quiere eliminar todo rastro de estas características en la acción política final.
 
Tal y como van las cosas, los augurios no son buenos. No parece que entre las facciones enfrentadas aparezcan figuras con capacidad de mediar y tender puentes. La impresión es otra. Más o menos la misma que uno puede tener si intenta analizar la crisis de del PSOE. Es triste, pero en todos los partidos de izquierdas se detectan esos resabios de autoritarismo que complican mucho el futuro, porque al final la sumisión al líder se paga. Las lealtades ciegas y el juego sucio partidario crean un caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de los aparatos y el ocaso de las meritocracias. Ya no se trata de elegir al mejor en cada caso, porque lo único que importa es que ‘los tuyos’ tengan el control. Y nada más.
 
Así que Podemos se juega mucho en este envite. Las cosas no parecen pintar bien, pero los responsables del desaguisado todavía tienen tiempo de corregir el rumbo y hacer de la necesidad virtud. De recuperar sus propósitos iniciales y evitar convertirse un partido tradicional con todos los defectos de sobra conocidos que han convertido en sindicatos de intereses creados a las viejas organizaciones de la vanguardia obrera. No es tan difícil, les bastaría con que se escucharán a si mismos y tuvieran muy en cuenta todo aquello que dijeron de si mismos hace sólo un par de años. Cuando el objetivo era cambiarlo todo para restaurar la democracia y el camino para lograrlo pasaba necesariamente por no repetir los errores que habían conducido a la irrelevancia a los viejos partidos. Esos errores que con tanta precisión supieron señalar y diagnosticar hace sólo un par de años.
 
Y, ahora la pelota parece estar en el tejado de Pablo Iglesias. De alguien a quien se le reconocen los servicios prestados, entre otros el haberse convertido en el blanco favorito de las ‘hordas’ de la reacción y de quien nadie quiere prescindir como secretario general, según dicen los portavoces de las facciones enfrentadas, pero a quien no necesariamente habría que investir de una infalibilidad similar a la que teóricamente tiene el Papa. El talibanismo y los liderazgos carismáticos jamás han sido compatibles con el progreso de los pueblos.
 
De hecho, la ascensión a los cielos de un jefe supremo siempre suele coincidir con el final y la perversión de los procesos revolucionarios. ¿Es esto lo que quieren Iglesias y los suyos? Probablemente, no. Así que quizá podamos confiar todavía en que, a pesar de este mal principio, Podemos encuentre una fórmula para hacer compatible la acción política en las instituciones y la protesta en la calle. Y para conseguirlo, sólo hay una cosa clara: siempre es mejor sumar que restar, por supuesto. O eso pienso yo.
 

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