Vargas Llosa y las medusas

Sociedad

Vargas Llosa y las medusas

Diego Carcedo

Me ha estremecido mucho leer el ataque de una bandada de medusas a Vargas Llosa en las costas indonesias. Me ha estremecido mucho leer el ataque de una bandada de medusas a Vargas Llosa en las costas indonesias. No es frecuente que las medusas, uno de los seres vivos más agresivos, se ceben en un premio Nobel. Y menos que el premio Nobel lo cuente con tanto desgarro y precisión. Lo siento por cuanto habrá sufrido, y lo siento especialmente no por el dramatismo con que nos lo ha contado – tal parecía que había sobrevivido a un secuestro de los yihadistas del Daesh – sino porque el relato me ha puesto erizadas mis carnes, aunque las mías no tengan una piel de héroe como la suya, recordando que sufrí una agresión similar.
                  
Y aquí me tienen. Fue hace años en los Estados Unidos, en una de esas hermosas islitas de Long Island, un domingo soleado en que, cansado de leer sentado en la incomodidad de la arena y rodeado de gente ruidosa que se tostaba al sol sin meterse en el agua, sentí el impulso de sumergirme entre las suaves olas desiertas y nadar con la comodidad de la soledad un buen rato. Al principio todo fue bien hasta que empecé a sentir escozores por todo el cuerpo. Durante unos minutos lo achaqué a los rayos solares y para evitarlos, me nadaba más lejos en un intento por profundizar y ponerme al cuidado del sol.
 
Pero al final tuve que salir y nada más volver a pisar la playa, el escozor que empezaba en los pies y me llegaba hasta las orejas se volvía más insoportable. Sentía ganas de correr en un intento desesperado por huir de mí mismo sin gritar de dolor. Cuando llegué al pueblo, a un hotelito que se alzaba sobre un pequeño acantilado, pidiendo socorro, el recepcionista exclamó: ¡Yelow fish”! Yo no conocía el nombre en inglés de las  medusas, pero lo aprendí enseguida y nunca lo olvidaré. “Hay muchas y muy pequeñas; apenas se las ve – se empeñó en explicarme el hombre – No se ha dado cuenta que la gente no se baña”.
                  
Para mayor sufrimiento, enseguida añadió: “Y lo peor es que hoy es domingo, la farmacia está cerrada  y no hay médico en el pueblo”. Para trasladarme al hospital más próximo tenía que coger un barquito que no partía hasta las cuatro. ¿Cómo voy a aguantar así hasta las cuatro?, me preguntaba. Hasta que milagrosamente apareció la gobernanta del alojamiento, una mujer de aspecto oriental, miró con conmiseración como temblaba, balbuceó unas palabras que en el azoramiento no entendí, desapareció por la puerta de la cocina y unos minutos después, regresó con un entrecot en las manos.
                  
“El baño está averiado. Métase en la cabina telefónica –ya cuidaremos que no entre nadie –, desnúdese de arriba abajo y frótese con esto por todas partes; frótese con fuerza, por sus piernas, brazos, por los órganos de la creación – nunca había oído describir así las partes más íntimas –, la cara, que no le dé asco,  hasta las cejas. Le han abrasado, pero la culpa es suya y del Ayuntamiento que siempre se olvida de poner carteles avisando. Luego, descanse un rato y vuelva a la playa a ducharse con agua de mar. No se le ocurra ducharse con agua dulce”.
                  
No fue mano de santo, pero frota que frota por todos los recovecos del cuerpo, viendo por el cristal una cola de bañistas esperando para hablar por teléfono, poco a poco me fui sintiendo aliviado. Al día siguiente apenas me quedaba la piel irritada, ignoro si de las picaduras o de la agresividad con que me maltraté con el entrecot, una pieza de carne a la que le quedé eternamente agradecido pero qué quieren que les diga,  desde entonces, recordando su tacto frio y grasiento, no he vuelto a comer.

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