Los ‘administradores’ del PSOE se aferran a la poltrona

Detrás de la cortina

Los ‘administradores’ del PSOE se aferran a la poltrona

Rafael Alba

La gestora que lidera Javier Fernández mantiene silencio sobre las fechas de las primarias y el próximo congreso del partido. No sabemos donde tendrá guardada la caja de costura Susana Díaz, aquella con la que pretendía empezar a coser el partido tras la defenestración de Pedro Sánchez, ni cuál es ese maravilloso plan que en teoría había elaborado Javier Fernández, el presidente de la gestora del PSOE, para que el partido recuperara credibilidad entre sus votantes como fuerza de oposición. Ese extraño camino que pasaba primero por hacer presidente a Mariano Rajoy y luego por ayudar al PP a mantener la estabilidad del Gobierno. Aunque ya nos ha ofrecido alguna pista al presentar como logro fundamental de esa estrategia de conversación responsable y sosegada con el enemigo, la subida del salario mínimo recientemente aprobada. Ellos son ‘gestores’ que sacan rentabilidad del voto que se les entrega. Y no contestatarios populistas abonados al “no es no”.
 
Y, por supuesto, de congreso de primarias nada de nada. Por el momento. Antes se trataría de desandar el camino andado en los avances de la transparencia y la apertura de las decisiones a la militancia y de determinar qué pueden o qué no pueden votar los supuestos dueños del partido. Eso sí, para dar impresión de movimiento no hay nada mejor que imitar a los maestros. En este caso al fallecido líder cubano, Fidel Castro y a su continuador y hermano Raúl Castro, verdaderos maestros en dirigir un país y un partido como si fuera una propiedad privada familiar. Ya saben. Antes de convocar un congreso, con todos los votos perfectamente calculados, se inunda de documentos a la militancia y se abre un periodo de consultas que se alarga lo que se tenga que alargar.
 
Primero se publican los ‘lineamientos’, luego las discusiones sobre ellos, luego las enmiendas y así hasta la eternidad, hasta que al final, cuando se convoca el cónclave partidista, ni siquiera se habla sobre esos propósitos enunciados por las bases y mil veces corregidos. Y cuando por fin, llega el cónclave, la dirección ni siquiera se siente comprometida con todos esos documentos aprobados por las ‘asambleas’ de militantes y discutidos hasta la saciedad. Se limitan a decir que han tomado nota y que intentarán acercarse poco a poco a esos objetivos que, por otra parte, comparten, cuando se den las circunstancias adecuadas. Y, a lo mejor no es así, pero todo parece indicar que ese es el camino que ha tomado Javier Fernández. Y que también se parece al sistema que permite a los presidentes de las grandes corporaciones y su núcleo duro de accionistas controlar la gestión sin tener que preocuparse demasiado de las juntas de accionistas.
 
Quizá sea inevitable. Quizá no. Pero la práctica parece demostrar que suele suceder. En algún momento, cuando las organizaciones de masas progresistas, políticas o sindicales, tocan poder o se acercan a él se produce un divorcio evidente entre la dirigencia y la militancia. O lo que es lo mismo, las cúpulas, llaménlas ‘aparato’ si les place, se constituyen en una suerte de consejo de Administración, con sueldo incluido, aunque no necesariamente lo pague el partido o el sindicato, que mira sobre todo, por los ‘intereses empresariales’ que tiene que defender y se olvida, no sólo de los principios fundacionales, o los objetivos, habitualmente altruistas y perseguidores de alguna fórmula de justicia social e igualitaria, también de la más mínima prudencia a la hora de defender sus nuevas posiciones corporativistas.
 
¿Alguien que no sea funcionario o tenga más de cuarenta y tantos años sabrá para lo que sirve un sindicato? Me arriesgo a decir que no. Aunque admito que podría equivocarme. Es cierto que esas instituciones siguen ahí. Que los actuales ‘jefes’ de UGT y CCOO, se hacen fotos con las autoridades y disponen de medios e instalaciones propios en la grandes empresas hispanas. Oficinas legalmente subvencionadas por los supuestamente pérfidos muñidores de la desigualdad que gobiernan el Ibex 35. Pero poco o nada más. Su significación social, su capacidad de influir en las políticas que se llevan a cabo, su prestigio o su utilidad están bastante en entredicho en este momento. Y curiosamente, empezaron a estarlo cuando surgió una devastadora crisis económica que debería haber aumentado sus bases de afiliados y haberles fortalecido y preparado para esa dura batalla que, en teoría, sólo ellos podían dar.
 
Pero ya vieron lo que pasó. Justo lo contrario. La crisis destapó sus vergüenzas, la corrupción de sus dirigentes, su connivencia con el presunto enemigo, su incapacidad para responder a esos principios fundacionales de los que hablábamos al principio de esta columna. Así fue y, sin embargo, lo mismo que ha sucedido con otros agentes sistémicos de carácter privado como las agencias de ‘rating’, los sindicatos no han desaparecido. Siguen ahí. Todavía gestionan recursos que les llegan desde distintas fuentes suministradoras de dinero, públicas y privadas, y disponen de capacidad para mantener estructuras que tienen unas dimensiones a las que podrían pagar si tuvieran que financiarse sólo con las cuotas de su afiliados. Que, por cierto, cada vez son menos.
 
Así que, a lo mejor tiene razón Juan Luis Cebrián, el presidente de Prisa, cuando dice algo así como que hay mucho tapado que forma parte del sistema, aunque se empeñe en decir lo contrario. Y lo que vale para Jordi Evolé, puede valer para cualquiera. alguna utilidad tendrán que tener los sindicatos, entonces. La tienen claro, en primer lugar para todos los que trabajan allí. Esos profesionales que ascienden por las tubería y acaban en posesión de un despacho, un chófer y una secretaria y diferenciándose cada vez menos de los altos funcionarios o los ejecutivos de las compañías en las que, teóricamente, también trabajan, o trabajaron alguna vez estos sindicalistas laureados. Y se aferran a la poltrona como el que más y se lanzan a la yugular del enemigo, firman lo que haya que firmar y acusan de ‘purista’, ‘estalinista’, ‘radical peligroso’ o, acábaramos, ‘populista’ a todo aquel que les recuerden que si están ahí es para defender los derechos de los trabajadores. O ese era el plan inicial.
 
Y así fue como, al ritmo marcado por las necesidades vitales y personales de esos líderes corporativos, los viejos sindicatos de clase fueron cambiando la piel y se volvieron irreconocibles. Hoy se reivindican como empresas de servicios. Su presunta utilidad consiste en obligar a los empresarios a poner un botiquín junto a los pelotones de fusilamiento laboral, más o menos, legalizados por la reforma laboral. Y ojo, que no haya malentendidos, aquí se utiliza la palabra fusilamiento en un sentido metafórico. Que nadie se vaya a liar.
 
Empezaron con la reivindicación del posibilismo. De que eran negociadores útiles capaces de mejorar de modo efectivo la vida de los trabajadores, de hacer propuestas, de tener sentido de la realidad. Y no digo que estas no sean virtudes a tener en cuenta, sólo que el resultado obtenido por esta estrategia en los últimos 30 años está a la vista. Hay un deterioro general de las condiciones de vida de la mayoría y una mejora clara de las expectativas de la minoría más minoritaria. Los ricos del mundo y sus tejidos de intereses y empleados de élite. Una red de conveniencias y apoyo mutuo de la que hace muchos años ya forman parte nuestros gloriosos sindicatos. Y a la que parecen aspirar a unirse sin recato alguno, los viejos políticos profesionales del PSOE y los nuevos leones de la derecha liberal que se agrupan en Ciudadanos.
 
Ya saben, en este partido nuevo, el ‘presidente’ del ‘Consejo de Administración’, Albert Rivera ha cambiado de idea y ahora quiere que su partido se siente en los gobiernos autonómicos que mantiene con su voto. Lo mismo se ha dado cuenta que para constituir ese funcionariado amigo que todo lider carismático necesita hay que repartir prebendas y manejar un presupuestillo. O lo mismo es otra cosa. Pero llegados a este punto, la historia parece repetirse. Como parodia, de acuerdo. Y ahora estamos en la parodia de la parodia. Y en lo de siempre. En que las poltronas crean adicción y la mejor manera de desactivar al enemigo es meterle en un despacho y fabricarle una parcelita de poder. Eso es lo que hay, desgraciadamente, en todas partes. Sí también en Podemos, por supuesto. Y de eso también tendremos que hablar en este espacio. Desde luego.
 

Más información